lunes, 26 de noviembre de 2018

De regreso en Tijuana


Era domingo por la mañana. Un amigo, Pedro, me había invitado días atrás a una manifestación en la línea. Me dijo que se estaban organizando varios grupos para protestar, pero que no se hizo por medio de un "evento" de facebook para que no se colaran fachos. Pensé en darme la vuelta, más que otra cosa, por curiosidad. Yo había escuchado rumores, por varias fuentes, de que gente de la caravana intentaría cruzar ese día por San Ysidro. Varias personas me mandaron noticias del asunto. Cuando iba en el camión azul y blanco, mi amigo me avisó que la manifestación se suspendía. De todas maneras quise ir, total, ya iba en camino.

Me bajé en la parada del autobús más cercana a la nueva garita peatonal. Aunque los puertos de entrada a Estados Unidos estaban cerrados, se veía mucho movimiento. Me era difícil identificar quién era quién. Gente desaliñada y cansada siempre se ve por ese rumbo ¿quiénes eran deportados y quiénes centroamericanos de la caravana? Entre la multitud vi a no pocos afrodescendientes, unos hablaban inglés, otros creole, unos más, español con acento catracho. Unas patrullas habían cerrado las calles hacia la garita. Caminé por esa plaza medio abandonada que lleva hacia el otrora célebre puente México. No era el único curioso. Mucha gente tomaba fotos y video desde el puente hacia la canalización del río. Como siempre, podía percibirse el mal olor del agua que corre por ahí. A lo lejos, se veían dos contingentes. Uno, de policías federales ataviados como granaderos, resguardando el puente más alto. Otro, de centroamericanos que intentaban cruzar al vecino país por el canal.





Me tomó tiempo atreverme a preguntarle a la gente qué había pasado. Temía incomodar u hostigar a las familias hondureñas, ya bastante mal les ha ido a muchas por acá. A diferencia de los refugiados sirios o libios en Europa, acá cuesta trabajo distinguir quién es extranjero y quién no. Tenemos el mismo color de piel, y con variaciones, hablamos el mismo idioma. Me impresionó ver cómo se amontonaban cuando varias personas llegaron con botellas de agua. Tomé algunas fotos, charlé con algunas personas y seguí caminando hacia el otro lado del puente.
Ahí, en esos pasillos casi siempre desolados, había un par de puestos ambulantes de artesanías y curiosidades, trabajando pese a que la línea estaba cerrada. Una familia de centroamericanos estaba comprando. Eran una pareja y tres infantes. Uno de ellos en brazo, otro, se entretenía empujando una carreola. La pareja compró unos rosarios. Se los puso en el cuello a sus hijos, luego se los pusieron ellos y se persignaron. No me atrevía tomarles foto, pero no he podido sacar esa escena de mi cabeza.
Salí del puente y di la vuelta a la manzana. No se veía ninguna patrulla, ningún policía. En ese caso, eso podía ser un problema, pues personas del contingente atravesaban la vía rápida. Muchos conductores sonaban agresivamente el claxon, y varios les gritaban cosas. Temí que fueran a atropellar a alguien, pero afortunadamente, eso no pasó. Ahí pude hablar con una familia y con dos personas que tienen sus negocios por ahí. Me agradó no encontrar una actitud hostil en estos últimos. Uno de ellos me decía que sería mejor si intentaran cruzar por el desierto de Mexicali, que ahí hay menos vigilancia. También me confirmó que los coyotes cobran por lo menos 8 o 10 mil dólares por cruzar a alguien, y estuvo de acuerdo en que tal vez ellos eran quienes más dinero estaban “perdiendo” con todo esto.


Escuché mi nombre. Era un exalumno mío, Marco Aurelio, un excelente fotógrafo. Hablamos un rato. Él cubría el evento desde la mañana. Ya era una plática de 6 personas, aunque la mujer y los niños presentes en poco participaron. Ella abría una bolsita de dulces y la repartía entre sus hijos, quienes se entretenían con algunos juguetes que llevaban consigo. Él nos contó que llevaba más de un mes que habían salido de Honduras, que estaban cansados de caminar tanto. También nos dio su versión del inicio del tumulto. Un muchacho habría tocado la cerca para cerciorarse de que no estaba electrificada, y un oficial de migración respondió rociándole gas pimiento en la cara. Quienes iban con él se molestaron y comenzaron a empujar la cerca hasta que la derribaron. Los oficiales respondieron lanzando gas hacia el lado mexicano. Como suele pasarme en mi trabajo como historiador, a veces no podemos saber lo que en verdad ocurrió, pero las múltiples versiones nos ayudan a comprender lo caóticos que resultan estos episodios para quienes los viven.
Sonó una sirena que nunca había escuchado. Parecía una alarma de carro, pero hoy me entero de que es una especie de arma sónica que se utiliza a menudo en los enfrentamientos de la frontera palestino-israelí. La gente del canal comenzó a correr nuevamente. “Han de haber tirado gas, otra vez”. Se movieron, pero aún no desistían. Mi exalumno se despidió de mí. Me quedé ahí otro rato, pero tenía hambre, pues no había desayunado ni tomado café. Caminé al centro a buscar algo qué comer. Regresé una media hora después, pero ya no pude pasar, pues el área donde tuve la conversación estaba rodeada de policías, quienes además detuvieron el tránsito en la vía rápida. Luego me enteré de que intervinieron porque unos trabajadores ambulantes habían agredido a gente de la caravana, al parecer, molestos por sus nulas ventas tras el cierre de la garita. Volví al puente. Pude ver cómo la gente finalmente salía del canal. Gritaban, se percibía cierta euforia. “Los gringos no están tan fuertes como pensábamos”, escuché entre alguien que desde hacía rato se había apartado del contingente. Mientras observaba, comencé a hablar con una migrantóloga, egresada del Colef. Caminamos juntos al centro, discutiendo sobre lo sucedido, sobre la caravana, y sobre mis temores en que Tijuana se pueda convertir en un laboratorio fascista.


Fue hasta que regresé a casa de mi familia, hablé con mis padres, tuve una videollamada con mi novia, vi las noticas y cené, que pude dimensionar que había presenciado algo inaudito en mi ciudad natal. Helicópteros, granaderos, disturbios, gas lacrimógeno, balas de goma, familias completas, banderas hondureñas, "fake news", albergues rebasados, discusiones entre quienes intentan atender a los migrantes, quienes muestran un desprecio más o menos abierto, y quienes justifican su xenofobia… Luego de tres años de ausencia, y de 4 viajes en lo que va del semestre, así encuentro el lugar en el que nací.









lunes, 19 de noviembre de 2018

Tijuana, laboratorio de lo político


"La diferenciación específicamente política, con la cual se pueden relacionar los actos y las motivaciones políticas, es la diferenciación entre el amigo y el enemigo." Carl Schmitt, El concepto de lo político.


En 2016 el Partido Encuentro Social (PES), creación de evangélicos tijuanenses, lanzó como candidato al teniente coronel Julián Leyzaola. Si bien no es raro que uno se refiera a la gente de derecha como “fachos”, fue la primera vez que vi una campaña política con saludos militares hacia un candidato militar, con un historial de acusaciones por tortura y violaciones a los Derechos Humanos. Muchos de quienes lo defendían no negaban esto del todo, pero argumentaban que éstas habían sido hacia delincuentes, malandros, narcotraficantes y sicarios. No ganó, aunque gente cercana a mí votó por él y hasta trabajó en su campaña; alegaron fraude. Otros, para evitar que un candidato como él llegara al poder, votaron por el PAN. Ganó un candidato que bien podrían haber sacado de una película de humor negro mexicano, “el Patas”.

Durante la campaña para las elecciones presidenciales de este año, pude ver dos de los debates con amistades brasileñas. Coincidían en que un candidato como el Bronco nos daba risa porque sabíamos que no tenía posibilidades reales de ganar, pero que, de otro modo, habría bastante que temer. El triunfo de Bolsonaro no sólo les dio la razón, sino que nos permitió ver la articulación política de las derechas latinoamericanas del siglo XXI en un tono aún más radical que el que se observó en Estados Unidos con Donald Trump. No es sólo la xeonfobia y el racismo, sino un discurso que apuesta por la militarización y la represión, al tiempo que se muestra favorable al libre mercado. Esta vez no son los jerarcas de la iglesia católica, sino muchas iglesias evangélicas, con un acelerado crecimiento tanto en los sectores populares como en las clases medias, quienes dotan no únicamente de una justificación religiosa a un régimen de este tipo, sino que además funcionan como mecanismos de movilización electoral. Para acabar con la corrupción, hay que volver a la dictadura, Deus vult.

            No faltó quien alertara del riesgo de que esto se replicara en México. Tampoco quien respondiera diciendo que las condiciones eran sumamente distintas, y que esto sería poco probable, pese a las decepciones que inevitablemente nos traerá la 4ta transformación. Las primeras señales reales aparecieron con la “marcha fifí”. Si bien la derecha lleva años saliendo a marchar a las calles, casi siempre para defender la familia y los valores, incluso la que tiene filiaciones fascistas (sobre eso escribí un par de cosas en 2016), esa manifestación dejó ver a más de una persona con pancartas que decían “no a los extranjeros indeseables”.

            Las cosas comenzaron a volverse más complicadas con el arribo de la caravana de hondureños. Las autoridades cerraron unas puertas que por años habían permitido el paso de contingentes similares, y el ingreso de los centroamericanos se dio en condiciones de un tumulto similar al de los braceros mexicanos que cruzaron a Caléxico en 1954. No tardaron en aparecer noticias, unas más falsas que otras, sobre los malos comportamientos de estos extranjeros. También circularon, desde los grandes medios nacionales, teorías de la conspiración que afirmaban que era gente pagada por Trump para estar en la frontera en día de las elecciones. No llegaron a tiempo ni a la frontera Texana, donde la guardia nacional los esperaba. Días después arribaron a la ciudad de Tijuana.

Sobre todo esto ya se ha escrito, al calor y con la premura del momento. Tengo poco que añadir al respecto. No soy sociólogo, demógrafo, antropólogo ni periodista, sino historiador. Los que saben ya han hablado. No obstante, hay una coincidencia geográfica y temporal, aunque con un par de años de desfase, en varios elementos claramente identificables en el ascenso de las derechas. Tanto la campaña de Leyzaola como las manifestaciones anti-inmigrantes hacen de Tijuana un escenario donde comienzan a materializarse varios de los peores temores de la política contemporánea. Y es que aún en los peores delirios de los “pejezombies”, símbolo para muchos de la “intolerancia”, nunca había visto que un adversario político, en este caso, alguien que defiende los derechos de los migrantes, recibiera amenazas como las que una exalumna mía recibió el viernes pasado por “vende patrias”. Más aún, desde las campañas anti-chinas de los años 20 y 30 (que mi profesora Catalina Velázquez conoce mejor que yo), no había visto que las autoridades intentaran capitalizar políticamente la xenofobia, como ocurrió con “el Patas” el pasado viernes en cadena nacional, diciendo una frase que hace eco de los nostálgicos de las dictaduras militares en Sudamérica: “los derechos humanos son para los humanos derechos”. Además, como sacado de un episodio de Los Simpson, propuso hacer una consulta ciudadana para ver si la caravana se queda o no en la ciudad… Ayer, el presidente de Estados Unidos volvió al Patas una figura internacional con un twitt.

El próximo año habrá elecciones estatales en Baja California. En 2018, Morena arrasó en este estado, y sembró la esperanza de que luego de 3 décadas veríamos salir al PAN. Entre otras cosas, porque el actual gobernador intentó privatizar el agua para poner una desalinizadora. Uno pensaría que el hartazgo de “la gente” puede llevarnos a grandes cambios, y espero que así sea. Pero durante los últimos días, la ciudad donde nací nos ha mostrado que las discusiones políticas, y una suerte de fascismo latente que hemos visto surgir en Europa del Este, en Sudamérica y en las Filipinas, ya están en México, y no tienen planeado irse pronto.

No tengo ganas de discutir. No tengo la cabeza lo suficientemente fría para hacerlo y convencer a nadie de nada. Tampoco quiero pasar por los mismos lugares comunes de que “no hay que generalizar”, “hay que respetar las opiniones de los otros” (aún cuando son racistas, clasistas, xenófobas…), y demás cantaletas que no sé si nos han llevado alguna vez a algún lugar. Mucho menos me interesa hablar en nombre de la "verdadera Tijuana", como a muchos les ha dado por hacer con un discurso nativista que apesta a rancio. Sin embargo, pienso que tal vez en nuestro afán de mostrar una Tijuana cosmopolita, multicultural y hospitalaria, no fuimos capaces de ver que, en la ciudad más visitada del mundo, y si negar nada de esto, llevan décadas incubándose también las peores emociones de la humanidad. Después de todo, además de estar en los márgenes de una de las mayores economías del mundo, somos desde hace un año el municipio más violento del país.

lunes, 17 de septiembre de 2018

Recuerdos de un domingo

Son cerca de las 5 de la tarde. Desde el cubículo que me prestaron se alcanza a ver cómo, ante la caída del sol, los colores del otoño invaden el campus de mi antigua universidad. Aún así, esos colores no lucen tan otoñales como los de la tarde de ayer, 16 de septiembre.

Tuvimos una reunión familiar en casa de mi hermano Marcos, el carpintero. Hace cerca de un año ahí hubo un incendio, registrando pérdida total. Su casa, su taller de carpintería, su equipo de sonido, sus recuerdos familiares... Con mucho trabajo y con la ayuda de amigos, muchos de ellos del oratorio salesiano donde él y su familia se congregan desde hace años, han logrado salir adelante. Yo me encontraba en Querétaro cuando eso ocurrió. Mi sobrina, en Guanajuato. Fue hasta diciembre del año pasado cuando pude verlos. Las cosas van a mejor con su familia, lo cual me reconforta.

El trayecto a su casa, ubicada en el este de la ciudad, revivió numerosos recuerdos, principalmente de la infancia. Primero sobre las vacaciones de verano en las que acompañaba a mi papá y a mis hermanos al taller de carpintería, donde a ratos me entretenía, y a ratos me aburría. Luego, recordé cuando acompañaba a mi mamá a un puesto donde vendíamos ropa de segunda, nieves y no recuerdo qué otras cosas. No siempre la pasaba bien. Desde niño solía sentirme solo, que no encajaba, quizá por ser el menor de la familia. Mi mamá, sin embargo, me recuerda como un niño feliz, en un ambiente que se asemejaba a un día de campo, por encontrarse esos lugares en lo que entonces eran las afueras de la ciudad. Quisiera tener una memoria tan selectiva como ella.

La sensación de no encajar no se ha ido. Por el contrario, entre más tiempo paso entre archivos, libros y papeles viejos, o en conversaciones que intentan traer al presente episodios del pasado que no siempre son gratos, más trabajo me cuesta "relacionarme con las personas", por decirlo de alguna manera. La tarde de ayer me recordaba que una parte de mí se había sentido siempre más o menos así, fuera de lugar. Entonces, cuando mi hermano se disponía a poner el pollo en el asador, prendió unas bocinas para escuchar música. Sonó "no dejes que" de Caifanes, la primer canción que me aprendí en la guitarra. Adrián, mi otro hermano, el profesor, me enseñó sus acordes hará unos 17 años. Me di cuenta de que, aún y cuando sigo siendo el mismo outsider de siempre, de alguna manera estaba en casa. El sol terminó de caer, y entonces recordé que, cuando era niño y salíamos de paseo en fin de semana, no quería que esos días terminaran.

domingo, 9 de septiembre de 2018

Siempre es otoño

Es domingo por la mañana. Tomé café y comí algunas nueces y almendras. No tengo mucha hambre. Anoche salí con mi exnovia de la prepa. Dentro de no mucho tiempo habremos cumplido 15 años de conocernos. En un par de semanas iremos a un concierto. Quisiera pensar que es una amistad que he sabido cuidar.
Mi hermano y mi mamá platican en la cocina. Hablan sobre gente que cruza a Estados Unidos ilegalmente, y cómo ese proceso es más difícil para los centroamericanos. Mientras, de fondo, suena música de trío. Yo platico por whatsapp con Pahola sobre las próximas entrevistas de mi investigación en curso, y sobre sus clases de historiografía en la Ibero. La sala está oscura, entra poca luz. Apenas se ilumina el cuadro de un paisaje, pintado sobre terciopelo negro por mi papá hace unos 40 años. Hay otro cuadro, iluminado por la luz de la cocina y el comedor. Es un Ecce Homo, pintado también sobre terciopelo. En su conjunto, ambas imágenes transmiten un poco del pasado de mi familia, un pasado que se ha ido para siempre, pero que de pronto irrumpe por medio de recuerdos, de objetos, de algunas pláticas.

Entre muebles, cuadros viejos, pláticas sobre la frontera, historias de las religiones y un aire fresco que anuncia la llegada del otoño, paso la mañana de este domingo, un día que por muchos años estuvo consagrado a ir a misa, y luego, a reunirme con otros jóvenes católicos. No estoy seguro de estar en casa, porque ya no se parece tanto a la casa que recuerdo, pero al menos, hay un acto de hospitalidad de mi familia de recibirme acá, luego de 3 años de ausencia. Mientras, esperamos la próxima estación del año, la que solemos asociar con la vejez, la nostalgia y la melancolía. Entonces recuerdo algo que hace unos días le dije a alguien: para mí, siempre es otoño. Tal vez por eso terminé siendo historiador…

lunes, 25 de septiembre de 2017

Tlayecac

Era el viernes 22 de septiembre, el tercer día después del sismo. Más allá de la notable inutilidad de nuestra profesión en estas situaciones, varios de mis compañeros nos habíamos puesto a ayudar en el centro de acopio que se armó en el colegio. A diferencia de la UNAM, con una larga tradición de organización estudiantil, estas cosas son nuevas para nosotros. Un día antes, por la tarde – noche, nos habían pedido algunos voluntarios para entregar y descargar un camión con víveres en el campus de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos en Cuautla. Al final nos juntamos ocho.
            Yo no conocía Morelos. Mi cuñado nació en Jojutla, uno de los pueblos más afectados por el sismo. Aún así, desde que llegué a la Ciudad de México me he dado cuenta de que ese estado es una referencia de alteridad para la capital del país, un escenario rural por donde han desfilado desde los bandidos del siglo XIX hasta figuras icónicas de la izquierda, tales como Emiliano Zapata, Rubén Jaramillo, Lucio Cabañas, Sergio Méndez Arceo…
            Antes de partir decidimos quitar la lona del camión que decía “El Colegio de México”, pues desde la noche anterior circulaban historias de varios transportistas  que habían sido  redirigidos a la sede del DIF por la policía estatal, al parecer por órdenes del gobernador. Querían etiquetar las despensas con el sello del gobierno “¿En qué pinche país vivimos?” decía molesto un amigo, donde llevar despensas, agua y botiquines es como llevar contrabando. Como siempre, las autoridades lo negaron, diciendo que solo se escoltaba a los transportistas por seguridad, y calificaron los testimonios, siguiendo los pasos de Trump, de “noticias falsas”.
            Tuvimos suerte. En la caseta de Cuernavaca había un camión con víveres detenido por la policía. A nosotros no nos dijeron nada. Llegamos sin muchos problemas al lugar de destino. En la entrada había un guardia armado, y afuera una patrulla municipal, según supe, para que fueran por nosotros si la policía estatal nos detenía. En el campus había pancartas de protesta contra el gobernador, Graco Ramírez, por retener presupuesto de la universidad. Nada nuevo en este país. Lo más grave, en ese lugar, era que los edificios, construidos hacía apenas un año, tenían daños severos. Al parecer habían quedado inservibles con el sismo.
            Descargamos el camión. La historia sirve para poca cosa. Me eran más familiares las experiencias rurales o las “misiones” de la Ibero, cuando era profesor hace unos siete años, o cuando trabajaba como abarrotero hace diez. La gente de Cuautla estaba bien organizada. Una profesora de la UAEM, egresada del Colegio de México, coordinaba una red de distribución de víveres a las comunidades aledañas. Teníamos hora de regreso, pues nos llevó un chofer del colegio. Igual nos ofrecimos a pasar por alguna de las comunidades. Nos sugirieron Tlayecac.
            El poblado está como a ocho kilómetros de Cuautla, en el municipio de Ayala. Según leí después, hay asentamientos humanos ahí desde el año 1,300 a.C. Puede que no queden muchos rastros de un pasado tan remoto, pero la época colonial se siente presente al ver la iglesia de San Marcos, la cual pertenecía a un convento agustino de comienzos del siglo XVII. Hoy ya no está el convento, pero la comunidad, aunque ejidal, está articulada alrededor de la iglesia, el panteón, la ayudantía municipal y la escuela. Todos esos edificios quedaron dañados por el sismo.
            A tres días del temblor, las autoridades no habían llegado al lugar. Según nos dijeron, solo pasó gente del INAH, y diagnosticaron que el templo y el puente de la entrada al pueblo, ambos considerados patrimonio cultural, habían resultado dañados. Llevábamos algunas cobijas, agua, botiquines y materiales de limpieza. Aunque no hubo muertos, casi un tercio de la población se había quedado sin techo. Muchos habrían de dormir en el salón ejidal. De 740 casas que hay en el pueblo, 225 estaban seriamente dañadas. Era un patrimonio familiar de varias generaciones.
Entre el contingente había un antropólogo, quien rápido contactó a los líderes de la comunidad, los grabó, y ofreció nuestro apoyo para, cuando menos, dar cuenta de lo ocurrido y visibilizarlo. Fuimos a varias casas. Mis compañeros tomaron fotos de los inmuebles dañados. En uno de los lugares que visitamos, las construcciones de tres generaciones estaban inhabitables. La primera en caer era la casa que habían construido los abuelos. Hablé con una profesora de Cuautla, que estaba ahí acompañando a su familia. Se notaba preocupada. Como no se había extendido el turno en el Kinder donde trabaja, ya no había niños a la hora del sismo, "si no, no sé que hubiera hecho con mis niños de 3 años". Conforme pasaban los días, aparecían más grietas, y la casa más nueva dentro del terreno familiar se volvía más peligrosa. 
Nunca habían pasado por algo así. Pregunté por el 85. Me dijeron que aunque se sintió fuerte, nada se había dañado, salvo uno de los campanarios de la iglesia. Ahí no se guardaba la misma memoria que en la ciudad sobre esa catástrofe. La gente se sentía afortunada de que no hubiera muertos ni heridos, pero estaban preocupados por los daños y la reconstrucción. De la iglesia, rápido sacaron a los “santitos”. Una pared del panteón se fracturó, y según dijeron, un día antes de que fuéramos se podía percibir el olor…
Llegó un camión que decía DIF. Por lo antes dicho, me asusté. Pero no era el DIF de Morelos, sino de un municipio de Hidalgo. Llegó primero la ayuda desde allá. Regresamos preocupados, pues lo poco que hicimos parecía insignificante ante lo que podíamos ver. “Esto va para largo” dijeron varios.
Al día siguiente nos despertó la alerta sísmica. Fue por una réplica de 6.1 grados que casi no se sintió. La alarma fue suficiente para que dos señoras de edad avanzada fallecieran por un infarto, y que un tercero, asustado, se lanzara por una ventana en una de las zonas afectadas de la Ciudad de México. En Oaxaca se cayeron dos puentes. La buena noticia fue que la gente de Cuernavaca, durante el viernes, no sólo increpó al gobernador, sino que además tomaron las bodegas del DIF y repartieron lo que ahí se había acaparado.

Como Tlayecac, hay muchos pueblos que por ser parte del México rural, ese al que solemos culpar cuando el PRI gana las elecciones, resultan apenas visibles dentro del caos que los terremotos han venido causando. Pero dentro de ese caos, es posible encontrar solidaridad, entrega y hospitalidad. No es un asunto de nacionalidades. Muchos de mis compañeros que han estado al pie del cañón son extranjeros. No ha dejado de temblar. Ya sea en la Roma o en Tlayecac, esto va para largo.


(Fotografía de Günther Hasselkus)

sábado, 23 de septiembre de 2017

Tembló

Era como la una de la tarde. Estaba en el nuevo edificio de la biblioteca del colegio. Intentaba avanzar en el primer capítulo de mi tesis. Justo durante la mañana había revisado los testimonios del primer obispo de Baja California sobre la misión de la Purísima, que había sido destruida durante un terremoto en 1810. Comenzó a temblar. La alarma sísmica vino después. Apenas dos horas antes habíamos hecho un simulacro, conmemorando el sismo del 85, ocurrido un día como ese, 32 años atrás. Yo ni siquiera había nacido entonces, pero por esos años llegaron muchos “chilangos” a mi rancho. Según la opinión de muchos, salieron huyendo del terremoto. Como buenos pueblerinos, los tijuanos somos medio xeonfóbicos con los foráneos. Aún así, mi hermana y uno de mis hermanos se casaron con gente de por estos rumbos. Yo no lo viví, pero me han contado tanto sobre ese sismo que de alguna manera lo recuerdo.
Hacía días que acababa de temblar. En casa casi no lo sentimos. Fue por la “alerta sísmica” que despertamos y bajamos al patio; 8.2 grados. Acá en la Ciudad de México, como buenos “millenials”, hicimos memes. Solo se cayó una barda que aplastó un carro. Dos estados del sur quedaron destruidos. Según algunas fuentes, hubo cerca de 100 muertos, como 80 mil casas dañadas en Chiapas y 50 mil en Oaxaca. Conozco poco esos estados. Ambos tienen de los mayores índices de pobreza y población indígena. Sabrá Dios cuánto les tomará recuperarse.
Mis mayores recuerdos durante el sismo eran del 2010. Yo regresaba a Tijuana de una semana de “misiones” con mis alumnos de la preparatoria de la Ibero. Cosas de jesuitas. Era cumpleaños de mi papá, 4 de abril. Salí a la tienda a comprar cervezas. Primero vi caerse las “sabritas” del estante, luego, el piso y las torres de la iglesia moverse. Cuando terminó, veía los cables moverse como columpios. Solo entonces temí por mi vida, pero ya había pasado. Compré las cervezas y volví a la casa. Todos estaba afuera. La “cura”, como decimos allá, era que mi mamá, aún con problemas para caminar, fue la primera en salir. Mi hermana y su familia venían en carretera por Mexicali, donde fue el epicentro. Nos preocupamos por ellos, pero como viajaban en carro, ni siquiera lo sintieron.
La sensación en mis piernas era parecida a la de ese entonces, solo que esta vez no estaba en piso firme, sino que bajaba por unas escaleras metálicas de caracol y tenía gente detrás de mí. Estaban más asustados que yo. Quizá debí haber corrido, pero no sé por qué me ceñí al protocolo. Los ventanales del nuevo edificio se movían. Cuando llegamos al punto de reunión, creo que nadie dimensionaba la magnitud. Pero, si en el sur, una zona con suelo volcánico, se había sentido así ¿qué esperar del resto de la ciudad? Circularon noticias de un edificio derrumbado por la colonia Roma.
Mi primera preocupación era que no traía celular y no podía comunicarme con mi novia. Le pedí su celular a Óscar, un compañero de mi generación, pero no entraba la llamada. Cuando regresé a donde estaba mi laptop, no vi que ella estuviera en línea desde hacía una hora. Saqué dinero del cajero automático y salí hacia la casa. Había gente que se quedó en el colegio, pues, como dije, desde ahí no podíamos dimensionar el sismo. Intentaban sacar libros o leer, pero eventualmente los desalojaron. Se habían suspendido las actividades.
Apenas alcancé un camión. Había tráfico. La gente compartía videos en sus celulares de edificios derrumbándose. Solo entonces comencé a figurar la gravedad de lo ocurrido. Cuando llegué a mi parada, los semáforos no servían. Estudiantes de la UNAM dirigían el tráfico. Estaba preocupado por lo que podría haber pasado en casa. El vecindario estaba completo, pero sospechosamente silencioso. No había energía eléctrica. Mi novia y la pareja que nos renta estaban bien, pero casi incomunicados. No había señal de celular.
Tardé algunas horas en poder comunicarme con mi rancho. Mi suegra le había marcado a mi hermano para que le dijera a mi familia que estábamos bien. Había un restaurante con energía eléctrica e internet a un lado de la Mega Comercial. Muchos amigos estaban preocupados por nosotros, teníamos muchos mensajes. Regresamos a casa ya oscureciendo, el servicio había estado lento, pero no había manera de reprocharlo, quienes trabajaban ahí estaban en shock, como todo el mundo. La gente caminaba por la calle con el rostro desencajado. Compras de pánico y una sensación extraña. Era de esos silencios que no transmiten paz, sino otra cosa.
La energía eléctrica volvió después de las 9 de la noche. Una hora antes la UNAM había convocado brigadas en CU. No alcanzamos a ir, pero se reunieron como 1,500 brigadistas voluntarios. Esperábamos ir a la mañana siguiente, pero rectoría avisó que no eran necesarias más manos, por lo pronto. A la mañana siguiente fuimos a la Colonia Roma. Varios edificios destruidos. Acá no tenemos cascos ni herramientas. Tampoco somos médicos, enfermeros o psicólogos. Salvo armar botiquines, en poco pudimos ayudar. Nunca ser historiador me hizo sentir tan inútil. No nos pudimos colar para ir a Xochimilco, a donde había llegado poca ayuda. Dos horas después, la entrada a San Gregorio se saturó de tanta gente que fue.
Regresamos a casa. Ahí vi que se estaba organizando un centro de acopio en el colegio. Contacté a un amigo que vive por estos rumbos, fuimos a comprar algunas cosas y estuvimos ayudando un rato. En el camino, comentábamos cómo la movilización era impresionante, pero había poca organización. No es para menos. Quienes salieron a ayudar fueron gente que vivió el sismo. Pedir más de lo que la “sociedad civil” ya está haciendo es ignorar por completo el carácter traumático de una experiencia como esta.
Van más de 200 muertos en las zonas afectadas. 7.1 grados en la capital causó más daños que los 8.2 de hace 12 días en los estados más pobres. Sobre Chiapas y Oaxaca, dije en su momento que no solo era la naturaleza, también la pobreza y la desigualdad. Las costureras atrapadas en la fábrica son muestra de ello. Hay algunas cosas que de repente parecen más complicadas. Varias de las zonas más afectadas en la Ciudad de México fueron donde hay rentas más caras. Esos lugares sobre los que suelo expresarme de no muy buena manera, habitados por “hipsters”, llenas de restaurantes orgánico-artesanales con comida horrible y cara; donde a pesar de ser una zona “trendy”, hay muchísimos asaltos y denuncias por acoso; donde viven hacinados 10 roomies para poder pagar el alquiler… Ahí llevan años levantándose construcciones y remodelándose edificios viejos para vender y rentar departamentos carísimos. Fue una zona sumamente afectada en el 85, pero no sé si sea correcto decir que la nota se “repitió”. Inmobiliarias, sin trabas por parte del estado, le vendieron casas de cartón sobre un lago a la clase media alta de la ciudad...

Acá en Chilangópolis, como suelo decirle, sobra la ayuda. Los chilangos pueden ser gente de lo más solidaria y entregada en estas situaciones. En el México rural que nos rodea hay menos apoyo. En realidad he hecho muy poco, y aún así estoy cansado. Quiero pensar que algo se rompió dentro de nosotros. Personalmente, no quiero que todo regrese a la normalidad. Al contrario, quisiera que las cosas no vuelvan a ser como antes.